martes, 6 de julio de 2010

Hospitales negligentes... Pacientes impacientes.

Una vez más, la enésima, un hospital es al parecer responsable de la muerte de una paciente, considerando que ha sido condenado a pagar 100.000 euros.

Según la sentencia del Tribunal Superior de Justicia de Madrid (TSJM), que ha condenado al Servicio Madrileño de Salud a pagar esa suma, parece probado que el Hospital 12 de Octubre descuidó la vigilancia necesaria y preceptiva, que pudo evitar que M. G., de 74 años, entrara en coma —estado en el que permaneció durante 22 meses— y falleciese después.

La operación parecía sencilla, casi rutinaria. Una artroplastia total de rodilla que le permitiría volver a caminar con soltura. La fecha era el 8 de enero de 2006. La operación fue bien, la estancia en reanimación también. Pero estando ya en planta, por la noche, entró en coma. Nadie se dio cuenta hasta la mañana siguiente.

Según los magistrados "El estado de doña M. requería un control más frecuente". Según un informe pericial "La cirugía fue impecable, y también la vigilancia durante las primeras 11 horas, pero el gran problema está entre las 12 y las siete de la mañana". En ese período, M.G. ya estaba en una habitación, en planta. Según el perito, en esas horas "no consta que se hayan vigilado, ni su estado clínico, ni sus constantes vitales. Lo que probablemente ocurrió en esas horas es un bache hipotensivo que llevó a la paciente a una situación anóxica irreversible". Es decir, que a doña M. ningún profesional le tomó la tensión durante toda la noche, así que cuando le bajó nadie se dio cuenta. Y entró en coma.

Tampoco su hija, que pasó con ella toda la noche, se percató de lo que sucedía. Parecía dormida. El perito señala que "al menos se debería haber ordenado una vigilancia constante en planta". Algo tan sencillo como "que pasara la enfermera cada dos horas y tomara la tensión", porque M. G. era una paciente "con alto riesgo de complicaciones", tal y como sabía el equipo que la atendió y también refleja el perito en su informe. Padecía obesidad mórbida, hipertensión y otras enfermedades. Además, en el postoperatorio le tuvieron que hacer dos transfusiones. "Si hubiera estado esa noche en reanimación, esto no hubiera pasado; al bajar la tensión la máquina habría pitado", afirma su hija, que añade que en la habitación "no entró absolutamente nadie en toda la noche". Hasta las ocho y cuarto de la mañana nadie advirtió que había entrado en coma. (El País)

Quizás por haberlo vivido de cerca, ya no me sorprendo de que estas cosas sigan ocurriendo. Aunque el grupo de enfermería que atiende una planta es muy reducido por las noches —se supone que porque hay poco trabajo, aunque también sospecho que pueda influir el deseo de no pagar más horas—, esa noche habrían no menos de cuatro personas al cuidado de los enfermos… o tal vez fueran dos, no lo sé, ¿qué hacían durante esas siete horas desde la medianoche? ¿Qué las entretuvo tanto que no entraron ni una sola vez en la habitación de una mujer sensible a los riesgos descritos y que acababa de ser intervenida? Quizás pensaron que no era necesario porque, como estaba la hija con ella, si surgía algún problema las advertiría. Craso error. Los hijos de los pacientes no tienen por qué ser expertos en enfermería para diferenciar un sueño apacible de un coma. Y desde luego, los acompañantes de los pacientes acostumbran a llevarse el bocadillo para una larga noche, el agua y hasta un poco de café en un termo también, —¿por qué rivalizarán en precios los hospitales con las discotecas, a la hora de fijar las tarifas astronómicas que cobran en las máquinas expendedoras o en las propias cafeterías por agua, infusiones y alimentos necesarios? ¿Es que piensan que uno cuando se aburre se dice “me voy al hospital a echar el rato y a tomarme un cafetito”?— pero no se lleva de casa un tensiómetro o un estetoscopio para entretenerse indagando cómo van las cosas en el organismo de su familiar. Así pues, ¿qué otras tareas tenían esa noche l@s profesionales de esa planta que motivaron que durante siete horas no pudieran hacer una visita rutinaria a M. G.? Pero si el perito lo tiene claro, nosotros también. ¿Ordenó el cirujano o bien el médico de guardia que se hicieran esas vigilancias durante la noche, o tal vez no era preciso porque eso ya forma parte del protocolo hospitalario? ¿Quién o quienes son los verdaderos responsables?

Bienvenida sea la condena, porque al menos deja claro que las cosas no se hicieron bien ese día en ese hospital y la justicia ha hecho ya lo único que se puede hacer en estos casos: cuantificar el valor de una vida perdida estúpidamente.

Pero, ya de visita en el hospital, desde luego no una visita deseada, recordemos todos esos aspectos que llaman poderosamente la atención a cualquiera que esté medianamente atento a los detalles y que convendría ir desechando cuanto antes.

Sin abandonar la planta donde estamos recluidos, muy a nuestro pesar, una de las primeras cosas que intentaremos hacer es, desde luego, no agobiarnos demasiado. Convendrá que antes de ingresar vayamos bien pertrechados de monedas, porque ver la tele no es gratis; hay que buscar ingresos como sea y una buena medida por parte de la dirección de todo centro hospitalario es saquear a los pacientes que quieran ver el telediario, el partido o la corrida de toros.
Además, estaría bien llevar una imagen del santo de nuestra devoción, a quien le pediremos con todo nuestro fervor que el acompañante de habitación que nos toque —sea en suerte o en desgracia— no sea un pejiguera, que no ronque ni nos ametralle por las noches con una salva de ventosidades pestilentes pero, sobre todo, sobre todo, que no sea el presidente del club de fans —o uno de sus miembros más activos— de Belén Esteban o Jorge Javier Vázquez, porque lo tendremos claro si queremos ver otra cosa en la tele, ya que su práctica habitual será inundar literalmente el monedero de la caja tonta antes de que podamos hacerlo nosotros… y a ver quién es el guapo que le discute después su derecho a ver lo que le de la real gana y por lo cual ya ha pagado. Se me ocurre que también en esto se tendría que establecer un protocolo del paciente, que evitara este tipo de abusos. Porque lo son.

Bien. Estaba con la pasta que le cuesta a cualquiera ingresar a un familiar o a un amigo en un hospital, ya que suelen ser los visitantes los que surtan de monedas al paciente —¡nosotros le tendríamos que pasar la factura a la Seguridad Social por eso! y no ellos a nosotros por lo que le cuesta extirparnos un apéndice, cuando a lo largo de nuestra vida, lo única cosa que nos ha extirpado ha sido la cartera mes a mes, con unas cuotas desorbitadas por unos servicios que no nos ha prestado— así que les pediremos vehementemente a tod@s ¡que ni se les ocurra ponerse enfermos! y así nos gastamos ese dineral en una buena cena donde de verdad se come bien: fuera de un hospital.

Decía… que además del ultraje a nuestro monedero para ver la TVE1 —que es gratis… bueno, gratis no, que ya la pagamos con nuestros impuestos— otra fuente de ingresos seguros para todo hospital, es el botín recaudado a expensas de los familiares y amigos que vienen a vernos —algunos más que otros, también es verdad— y que además de las monedas que espléndidamente nos obsequian, se toman un café… y otro… y una cerveza… y una coca-cola… y ya de paso nos dejan algunos litros de agua para que no nos tengamos que levantar. Y, naturalmente, como algunos vienen de lejos, pues se quedan a comer… en la cafetería del centro, donde con mucha suerte —pero, mucha mucha... aunque la suerte no existe, ¿verdad?— podrán dar buena cuenta de un menú distinto del que comen los pacientes ingresados. Por cierto, ¿por qué estarán diciendo siempre éstos que la comida de hospital es horrible? Cada vez tengo más claro, que esto es una confabulación para que nosotros no vayamos, porque donde no se come bien nadie vuelve, ¿o sí?

Ya sin blanca, preocupémonos del ambiente que se respira en la habitación… en cualquiera, la de nuestro abuelo por ejemplo. El anciano, que está ya más que harto de trabajar, pagar facturas y que encima le sableen sus hijos y nietos, solo aspira a encontrar un poco de paz ahora que está ingresado… lejos de los suyos. Pero el abuelo ignora lo mucho que le queremos todos, así que ¿cómo le vamos a dejar solo en este trance? Así que, sin ponernos de acuerdo en cuanto al régimen de visitas —algún día lo hará un juez— nos vamos en grupo todos a la misma hora. El abuelo fue un hombre que tuvo muy claro eso de hacer grande España, así que, en los ratos de ocio y siempre que no hubieran toros, se dedicaba a darle un disgusto de nueve meses a la abuela... Casi uno por año, hasta que la abuela descubrió que cuando no había toros había fútbol y cuando no, cualquier otra cosa... como un dolor fuerte de cabeza. Así que, la numerosa prole de 8 ó 9 hijos, con sus correspondientes, además de los pequeños —que los más grandes tienen otros planes— se van de acampada con el abuelo.
Los más madrugadores disfrutarán de unos momentos de paz con él, hasta que llegue la siguiente hornada de parientes, que al llegar entrarán en tromba gritando, apretujando y besuqueando a un hombre cuya piel no está ya para esos trotes y que si lo llega a saber antes, se hubiera metido en el río cada vez que le subiera la temperatura y la abuela anduviera cerca.
Los primeros visitantes deberían entonces marcharse para desahogar la habitación y permitir que los recién llegados puedan estar con el enfermo, pero como la familia, por lo general, sólo se ve en Bodas, Banquetes y Comuniones —¿lo pillan?— además de en nacimientos y defunciones —¡Ah, sí! También a veces en Navidad— y además hay tantas cosas que decir y sobre todo recriminar a los otros, estén o no estén presentes, pues ya que están casi todos, nada mejor que restregarse los problemas mutuos... solo porque quede claro: ¡Y qué! ¿Cómo estáis!¿Qué ha sido de la niña, que hace tiempo que no sé nada? —primero cordiales para confiar al enemigo y después entrar a matar— ¡Anda que me llamó para invitarme a la boda!¡Pues te llamó lo menos media docena de veces y no le cogiste el móvil y entonces te dejó unos recados en el buzón esperando que tú la llamaras…! —Ahora todo el mundo tiene móvil por eso, porque si no le interesa cogerlo siempre puede decir que lo tenía en silencio o fuera de cobertura porque estaba en un viaje por la sierra… El que llamó puede hacerlo con un solo timbrazo y después colgar sin dar tiempo a que le contesten, para que sea el otro quien responda a la llamada de un número que no conoce, —¡maldita curiosidad!— para encontrarse con alguien que sí conoce pero con quien hubiera preferido no tener que hablar —y encima pagando la llamada que el otro tiene un interés sospechoso en alargar indefinidamente con temas insulsos— y que resulta que cambió de número —y no lo se dio— y que prefiere que sus conversaciones las paguen otros— ¡Pues dile que al menos me mande una foto!... ¡Y el niño, otro que tal baila, que fue padre y me lo dijo a los catorce meses!… Acostumbra a suceder que el que más habla, es también el que lo hace más fuerte, por lo que al cabo de un rato, los inquilinos y familiares de las habitaciones vecinas, se asoman como por descuido, a ver qué pasa. Siempre la curiosidad.

Mientras se producen conversaciones muy parecidas a esta, en el fondo y en la forma, el abuelo se ha ido encogiendo entre las sábanas, no por el peso de los años, sino por el de la vergüenza ajena que está sintiendo, al tiempo que los familiares del paciente de al lado —dos como mucho, porque si nosotros somos ciento y la madre, ellos son siempre pocos y discretos, algo así como la familia ideal ¿a que es curioso?— no se pierden detalle de la escena, intentado disimular con frases incoherentes y vanas, el bochorno que están sintiendo en silencio —a veces alguno estalla y pide un poco de por favor— por cuanto acontece en la cama de al lado.

Al fin, aparece un guardia de seguridad —o una enfermera, a quien nadie le discute esa autoridad— que nos exige que hagamos menos ruido, acompañando la orden con la indicación de que solo pueden haber dos visitas por enfermo, mientras echa a la calle a las seis restantes, pidiendo un poco de respeto por el enfermo —en el lado opuesto, una amiga me comentaba recientemente los berrinches que cogía a causa de las enfermeras que muchos días entraban en la habitación gritando, mientras ella hablaba por teléfono o dormía, por lo que las invitaba a que fueran más respetuosas también con los pacientes… Ya vemos que esa falta de respeto invade los dos sentidos de circulación—. Y salen de la habitación sin ningún tipo de culpa, porque como alguna vez les he oído decir al salir, “dentro de un rato, cuando se haya olvidado, volvemos”. Se marchan casi todos a la vez, como vinieron, sin organizar un turno de visitas para la siguiente vez… si es que se llega a producir.
Dejan al abuelo más alegre que mientras estaban con él... y más avergonzado, porque por el rabillo del ojo nota como le miran con lástima sus convecinos, que seguramente se estarán preguntando en que tienda de gangas encontró una familia así.
Y después… ya fuera del horario de visitas...

…El silencio y la paz. Esos grandes desconocidos que tanto anhelamos cuando nuestra salud o estado de ánimo se hallan por los suelos.
Una vez solos los pacientes en sus habitaciones, cenados y medicados, sin otra obligación que la de entregarse al descanso profundo —y reparador de los estragos sufridos por las visitas de sus familiares más belicosos—, el turno de noche de una planta hospitalaria se prepara para una larga jornada. A las 12 hay que repartir el tentempié que ayudará a la tropa a pasar la noche sin hambre —un yogurt o un vaso de leche con galletas—, por lo que el trasiego de los carros, con los alimentos y con su característico soniquete a lata, nos despierta bruscamente del sueño más bonito que habíamos tenido nunca. ¿No podríamos haberlo soñado en casa, donde nadie nos despertaba? ¡A la porra el descanso! Ya sabemos que nos costará tres horas, por lo menos, volver a quedarnos dormidos. El vecino de al lado lo tiene mejor: ronca como un poseído… ese se duerme rápido, ya lo sabemos. Pero, honestamente, para ser sinceros con nosotros mismos, lo que nos gustaría de verdad, es que la enfermera, en vez de entrar con un fuerte taconeo pronunciando nuestro nombre con voz atronadora diciendo ¡José, venga, un yogurtito para que duermas mejor!, nos zarandeara suavemente en un brazo o mejor en la mano —hasta que tuviéramos que dejar de hacernos los dormidos, porque ya nos despertó el carrito— y nos dijera con voz melosa y susurrante José… ¿qué quieres, cariño, un yogurt o un vasito de leche con galletas? Y al comunicarle nuestras preferencias mientras se nos atragantaban las palabras, nos contestara: ¡Vale, cariño, ahora mismito te lo traigo… No te duermas todavía, que enseguida vuelvo! ¡Cuando lo que desearíamos sería dormirnos en ese momento! ¡En fin! Soñar despiertos también es una opción.

Y acabado el snack de medianoche, con un paciente aquejado de insomnio,… empieza el Gran Misterio. ¿Qué hace el personal de planta de cualquier hospital en el intervalo comprendido, más o menos, entre la 1 y las 6 de la madrugada, que es cuando llega el siguiente turno, con acompañamiento de fanfarrias en forma de grandes risas y sonido de tambores en los tacones de los zapatos? Porque no falla: las 6 de la mañana, es la hora del toque de diana en todos los hospitales. Haber dormido o no, es intrascendente. A esa hora ya no duerme ni el apuntador, aunque el médico le haya prescrito una cura de sueño...

Diferentes personas a lo largo de mis años, han coincidido en el relato de que además de cumplir con los protocolos de vigilancia y administración de medicamentos pautados a algunos de los ingresados —con mayor o menor diligencia, todo hay que decirlo, pero con gran profusión de ruido de voces, carros y zapatos en todos ellos— se lo pasan pipa… a juzgar por el coro de risas que se suelen escuchar cuando el silencio se adueña de la noche. Algo tendrá el agua cuando la bendicen. No es objeto de trueque el que, en vez de reír, se pongan a dormir, pero sí sería bueno que respetaran el sueño de los pacientes.
Descansar por lo tanto en un hospital, es imposible… pero sería deseable. Quizás por eso no deberíamos extrañarnos de que los enfermos al recibir el alta, salgan más desmejorados de lo que entraron y que de vuelta a casa coman como lobos y duerman como benditos.

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